Sólo por admirar el paisaje que se desploma ante nuestros pies, merecen la pena los diez minutos de dura ascensión hasta el Bentayga. La Caldera de Tejeda y el Roque Nublo, allá arriba, dejan claro porque a Miguel de Unamuno se le ocurrió aquello de “tempestad petrificada” cuando visitó el centro de la isla a principios del siglo XX. Pero el objeto de la visita es otro. En las alturas, entre roques de basalto y riscos de vértigo, los antiguos pobladores de la Canaria, dejaron sus huellas en un yacimiento enigmático y mágico.
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Sólo por admirar el paisaje que se desploma ante nuestros pies, merecen la pena los diez minutos de dura ascensión hasta el Bentayga. La Caldera de Tejeda y el Roque Nublo, allá arriba, dejan claro porque a Miguel de Unamuno se le ocurrió aquello de “tempestad petrificada” cuando visitó el centro de la isla a principios del siglo XX. Pero el objeto de la visita es otro. En las alturas, entre roques de basalto y riscos de vértigo, los antiguos pobladores de la Canaria, dejaron sus huellas en un yacimiento enigmático y mágico.
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